Los hitos de Güemes son incontables: desde capturar a galope
de caballo y a punta de espada en pleno Río de la Plata al buque inglés
“Justina”, armado con 26 cañones, durante las invasiones inglesas, con
sólo 21 años, hasta garantizar la seguridad de la frontera norte durante
el cruce de Los Andes.
Su apoyo de la causa patriótica, en abierta oposición a los sectores
acomodados salteños que preferían la continuidad de sus privilegios
coloniales, y por eso respaldaban a los godos realistas que trataban de
reconquistar el territorio perdido, le valió soportar condenas de todo
tipo. Tampoco les cayó bien que se presentara como “protector de los
pobres”, ni su desempeño como gobernador salteño. Por eso las sanciones
de las clases acomodadas no se limitaron al pasado. Y no sólo en el
pasado: hasta el día de hoy, Güemes no tiene monumento ni mención en la plaza central de la capital salteña.
Güemes nunca sintió “angustia” por el destino que había
elegido. Estaba simplemente en el orden natural de las cosas. En sus
valores. Nunca se le hubiera ocurrido invitar a las autoridades
españolas a la celebración de nuestra independencia para ensayar un
discurso en tono de pedido de disculpas.
En 1808 contrajo una enfermedad en la garganta, que le provocó una
deficiencia crónica al hablar, que le generó burlas de sus camaradas.
Las descripciones con que contamos permiten suponer que pedecía además
una suerte de hemofilia, aunque esta dolencia no se hubiera descubierto
aún, que le condicionó muchísimo su desempeño, ya que cualquier herida,
por mínima que fuese, podría causarle la muerte. Para no lastimarse, Güemes
evitó en lo sucesivo entrar en combate directo, aunque su papel era
determinante debido a su habilidad para organizar la estrategia general y
financiarla.
Aunque sus hombres se hubieran hecho matar por él, sus detractores
aprovecharon esta situación para calificarlo de “cobarde”. Lo mismo hizo
el padre de la historia oficial, el porteño Bartolomé Mitre, quien se empeñó en destacar que utilizaba “medias rojas de seda para cabalgar”. Lo que para Güemes era un elemento de protección, para Mitre resultaba cosmética afeminada.
Tampoco le fue del todo bien con el general Manuel Belgrano,
quien, a cargo del Ejército del Norte, lo castigó por “indisciplina”, a
consecuencia de una discusión entre oficiales por cuestiones de mujeres.
Pero esa situación no duró mucho. Después de los desastres de
Vilcapugio y Ayohuma, el creador de la enseña nacional fue reemplazado
por José de San Martín, quien, consciente de los méritos de Güemes,
su liderazgo regional y su fabulosa capacidad para manejarse con
recursos exiguos -con la inestimable colaboración de su hermana Macacha,
otra “maldita” de la historia oficial-, lo puso al frente de una guerra
de guerrillas, que fue conocida desde entonces como la “guerra gaucha”.
Los enfrentamientos eran cotidianos y breves, e iban mermando la
capacidad de resistencia del enemigo.
Tras la caída del director supremo Carlos María de Alvear, el
pueblo salteño se convocó a las calles y exigió, por aclamación, su
designación como gobernador intendente de Salta, con jurisdicción sobre
las ciudades de Salta, Jujuy, Tarija, San Ramón de la Nueva Orán y
varios distritos de campaña. Como era de esperar, la respuesta de las
oligarquías del noroeste no se hicieron esperar. Y si bien Güemes
resistió todo lo que pudo, las conspiraciones internas y los ataques de
los godos fueron agravando su situación, tanto política como de salud.
Güemes trabajó en estrecho diálogo con San Martín, sobre todo sobre el plan de atacar el último reducto del poder colonial, Perú, desde Chile. Pero San Martín precisaba tener la retaguardia cubierta, y para eso lo designó general en jefe del Ejército de Observación.
Cuando San Martín desembarcó en territorio peruano, el salteño
tomó la decisión de avanzar sobre el Alto Perú, pero sus fuerzas
resultaban insuficientes, habida cuenta de que el noroeste estaba
infestado por la guerra civil entre una oligarquía que se negaba a
perder sus privilegios, y los revolucionarios que se jugaban la vida por
la independencia de la patria.
La aristocracia salteña, que controlaba el Cabildo, aprovechó una de
sus expediciones militares en 1821 para deponerlo, acusándolo de
“tirano”, para librarse de las permanentes contribuciones forzosas que
les imponía para destinarlas a la causa revolucionaria, previo acuerdo
con el general español Olañeta, a quien le entregarían la ciudad a
cambio de mantener sus bienes y privilegios. Si bien la denominada
“revolución del comercio” fracasó y Güemes retornó pacíficamente
el control, sirvió para que sus enemigos conformaran un partido
opositor, denominado “Patria Nueva”, para diferenciarse de “Patria
Vieja”, el partido de Güemes. Otra versión de la “grieta” que atravesó históricamente nuestro país.
Lejos de restablecerse la paz, las conspiraciones en connivencia con
los españoles no cesaron. Hasta que en un nuevo intento de invasión de
la provincia, Güemes recibió una herida de bala que no pudo ser
cicatrizada por su condición de hemofílico, y falleció diez días
después, el 17 de junio de 1821, a los 36 años de edad. A la
intemperie, en la Cañada de la Horqueta, cerca de la ciudad de Salta, en
un precario catre. Cuando su esposa, Carmen Puch, se enteró de su deceso, se encerró en su habitación y se dejó morir de hambre.
Si bien Martín Miguel de Güemes fue el único general argentino
caído en el marco de una acción de guerra exterior, la oligarquía
salteña festejó su muerte, reacción que se replicó a lo largo del país.
En Buenos Aires, por ejemplo, un periódico tituló: “Ya tenemos un
cacique menos”.
Una nueva comprobación de que, en la Argentina, el patriotismo es
patrimonio del pueblo, mientras los sectores acomodados juegan en otra
liga.
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